La obra que hoy contemplamos, es el proceso estibador de años de liturgia entre campos de arroz. El lento proceso de distribución y almacenaje de los enseres del alma. Una conexión generacional surcada por corrientes de acequias, vidas inundables y brotes verdes en cubículos en órbita.

La masa pictórica se entremezcla con remolinos de polvo que surcan la gran extensión árida en los meses de sequía. Se pueden ver cantares ocultos mezclados con voces de otros lares, hojas flotando entre los mil brotes de fango y el pomposo chapoteo de la tierra al respirar.

Lo salvaje en la obra se proyecta como una liberación interior, una huida impulsiva hacia nuevos territorios donde encontrarse con identidades perdidas, olvidadas o enterradas bajo formas que se superponen. La necesidad de lo salvaje se desplaza entre pérdidas y encuentros, entre el atavismo y la liberación para dar forma al imaginario latente de todo lo que intenta nacer de nuevo.

Compartir la aventura, vivir lo nómada, retomar la voz perdida en el fondo de la garganta, sumergir los pies en agua adueñada de un microcosmos celestial. Romperlo, fraccionarlo, hacerlo desaparecer y en un ejercicio de perdida voluntaria, entregarse a lo salvaje.